Desde Nagasaki, Paz!

No me gustan las “selfies” me suenan como selfish! (egoísta). Pero esta vez sucumbí a la tentación y al decoro, y le pedí al hombrecito una foto para documentar el momento.

Cuando Jacobo me dijo que había sido un sobreviviente de la Bomba de Nagasaki, comencé a tomar interés por él. Se sentaba a mi lado en el comedor y hablaba muy poco, (hay 6 frailes en la casa). Las pocas palabras que habíamos cruzado hasta entonces habían sido las muy formales de bienvenida que los viejos japoneses acostumbran a decir a sus huéspedes. Se disculpaba siempre de su mal inglés, y me dijo que había conocido a Kajetan Esser y que lo había impactado. Pero fui yo quien quedó impresionado cuando me contó que a los nueve años padeció en carne propia la bomba atómica en su familia, y que murieron la mayoría de ellos, y que él se salvó porque estaba adentro de la casa, y tuvo cierta protección donde se encontraba. Me contó que fue un momento de una luz brillante, metálica que lo invadió todo, lo envolvió todo y que en ese instante no experimentó miedo, pero que después de ese terrible shock, todo cambió de repente y nunca más volvió a ser lo mismo. Una cosa también me contó: nunca pudo llorar. No me animaba a preguntarle más, acerca de los que murieron, los que quedaron tullidos o incapacitados para siempre, me parecía una curiosidad morbosa y solo me limité a recibir lo que me decía…

Ese desgarro, ese horror, ese espantoso suceso, desencadenó en él, no el cauce de una queja eterna, sino el camino de una construcción espiritual, el de ser hermano menor que eligió para toda su vida.  Este pacífico hombrecito que lleva en silencio una vida signada por el horror de la destrucción de su familia y su ciudad, es hoy un fraile que vive y reza por la paz en esta tristemente famosa ciudad de Nagasaki en la que hoy me encuentro invitado para la conmemoración en estos días de la terrible tragedia de las bombas atómicas que destruyeron miles de vidas en Hiroshima el 6 de agosto y Nagasaki  el 9 de agosto de 1945. Escucho todas las noches en la habitación de al lado, su tos seca que delata su frágil salud. Esta mañana nos encontramos los dos solos en el oratorio de la casa y él mismo se  dirigió a mí, con una palabra de preocupación acerca de si había superado el jet-lag de mi viaje. Fue ahí donde le expresé mi sentimiento acerca de lo que significaba su presencia en esta fraternidad que reza y trabaja por la paz. Que su presencia era como un símbolo o ícono viviente, referente muy fuerte para todos.  Me dijo con una humildad apabullante, que no era más que un simple hombre franciscano no más grande que ninguno. Y también me habló de  que como frailes estábamos perdiendo el eje de nuestra vocación con el pretexto de tantos trabajos y  quehaceres que nos descentraban de Dios y de nosotros mismos.

Llegaron los otros frailes para rezar la hora intermedia (en un japonés absolutamente inalcanzable para mí) Cuando terminamos nos quedamos nuevamente los dos solos y me dijo, “Hermano Oscar, no te dije algo que es muy importante para mí, nunca experimenté odio hacia los americanos ni hacia nadie, nunca…” Y yo en mi interior pensé, no hacía falta que me lo dijeras, lo sabía, era un hombre pacífico y pacificado, sus ojos lo delataban…

Todavía me quedan días en Nagasaki para aprender de lo que es capaz de hacer el hombre descentrado de sí, y de lo que puede ser el que se centra en lo único importante…

Fr Oscar Pérez