08 Sep ¿Laudato Si’ en medio de la pandemia?
Las palabras con que el papa Francisco inicia su encíclica sobre la cuestión ecológica son las mismas con las cuales el otro Francisco -el de Asís-, arranca las alabanzas en el Cántico de las creaturas o también Cántico del hermano sol. Casi 800 años separan un texto del otro, pero, a pesar de eso, hay cierto contexto que los acerca de modo peculiar en estos días en que se nos propone celebrar el Vº aniversario de su encíclica con una “Semana de la Laudato si´”. Me refiero a las circunstancias redaccionales del cántico que, de algún modo, se acercan a la situación de pandemia actual. Situación que dispara, desde la sombra de la desconfianza, la pregunta que titula esta reflexión: ¿es posible alabar a Dios… en tiempos de pandemia?
[/vc_column][/vc_row]Un Cántico que surge desde la profunda oscuridad
Las circunstancias redaccionales del Cántico recién aludidas son mucho más que datos de una crónica: permiten calibrar adecuadamente la densidad teologal y simbólica de las alabanzas, puesto que esas nacen en medio de la noche oscura del alma y de los sentidos de su autor. Todo transcurre en los dos últimos años de la vida de Francisco (1225-1226): enfermo, casi ciego, y arrinconado por gran parte de la fraternidad que él mismo había gestado con cariño de madre. Herido en el cuerpo y en las ilusiones: en el cuerpo por el Crucificado y en el alma por sus hermanos. Conviene, pues, alargar la mirada un poco hacia atrás para comprender mejor el abismo desde el que surge el Cántico de las creaturas. Porque no se trataba sólo de las enfermedades corporales -entre las cuales destaca, por paradoja, la ceguera de quien canta la hermosura de lo que ya no puede ver-, sino de la gran crisis vocacional que venía arrastrando desde hacía algunos años. Más precisamente, desde que el pequeño grupo de los doce se había multiplicado a varios miles, con el inevitable proceso de institucionalización exigido por ese número y por la Iglesia, y donde muchos hermanos ya no compartían la radicalidad del “fundador” en supuestas aras de un mejor servir a Dios y a la Iglesia (institución). Lo que se ponía en cuestión ahí era el sentido mismo de su vida… cuando ya no había tiempo de volver atrás. La fe del pobre de Asís se vio sacudida en los cimientos originarios de su misma vocación: ¿aquel proyecto llevado adelante durante casi veinte años, era o no lo que Dios le había pedido? ¿su utopía de la fraternidad universal, menor y pobre, era tan sólo eso: una utopía? Francisco sentía que se tambaleaba todo su mundo, como también -probablemente- lo experimentó el mismo Jesús desde lo alto de la cruz, sacudido por la tentación: “¿habrá valido la pena todo esto?” Son los “demonios” de la duda que rondan las historias de los hombres grandes, que van y vuelven esperando la ocasión propicia para golpear (cf Lc 4,13).
Y durante esos años de crisis hay que situar un acontecimiento extraordinario que, en cierta medida, funge de ratificador de la identidad y misión del Poverello en medio de esas preguntas que lo zarandeaban: la experiencia de los estigmas en el Monte Alverna. Sumergido en la situación anímica y física apenas descripta, Francisco se retira para una última gran cuaresma; allí, oteando la hermana muerte que se avecina pide a Dios la gracia de, antes de recibirla y abrazarla, poder experimentar -en la medida de lo humanamente posible- todo el amor y todo el dolor que su Hijo experimentó en la cruz. La respuesta del Altísimo fue signarlo en la carne con las marcas de la pasión: las llagas del Crucificado. Pero habría que detenerse aquí un momento y, desde una hermenéutica de fe -¡pero realista!-, animarse a leer esas señales como el signo de un fracaso. En efecto, la cruz -y sus marcas- simbolizan el destino (pen)último de una historia de entrega en favor de los hombres y el desinterés de estos por ese modo de vivir la fe que el Pobre de Nazaret había experimentado y propuesto. Desde lo alto de la cruz, Jesús dirige su palabra al Padre, pero este parece no escuchar; dirige su mirada hacia abajo y sólo encuentra soledad. El reino no parece venir… Ni el Dios del reino ni el reino de Dios se hacen sentir. Con esto queremos remarcar que también los estigmas de Francisco no dejan de gozar de cierta ambigüedad: en medio de su crisis es confirmado/consolado… ¡pero con las marcas del fracaso!
Así, dos años después, esas manos traspasadas se elevarán al cielo para entonar el Cántico. Y por entre los agujeros de su carne traspasada, pudo vislumbrar algo de luz… “aunque es de noche” (S. Juan de la Cruz).
“¡Bienvenida seas, hermana muerte!”
Los últimos versículos del Cántico (vv.10-13), antes de la convocatoria final a toda la creación para que se una a la alabanza (v.14), se concentran en el mundo de lo racional. Luego de haber hecho referencia a lo divino (vv. 1-2) y a lo cósmico (vv. 3-9), Francisco dirige su mirada a lo humano para desde allí alabar a Dios, pero, paradójicamente, a lo humano-crucificado. Es decir, ya no alaba por el esplendor que produce lo Bello sino por lo negativo asumido. En efecto, estos últimos versos aluden a situaciones de ofensa, enfermedad, tribulación y muerte. Y en clara -aunque tácita- referencia autobiográfica.
“Loados seas, mi Señor, por los que perdonan por tu amor / y sufren enfermedad y tribulación / bienaventurados aquellos que las sufren en paz / pues por ti, Altísimo, coronados serán” (vv. 10-11). Antes de acercarnos a la contemplación de la hermana muerte, una palabra sobre el tema de la enfermedad, puesto que es la realidad que hoy nos sacude. Traigo a colación otros dos breves textos de Francisco -de las llamadas “admoniciones” o “avisos espirituales”- que complementan los del Cántico: “Dichoso el hombre que, en su fragilidad, soporta a su prójimo en aquello que querría que le soportara a él si se estuviera en una situación semejante” (Adm 18; cf. 1R 10,1; 2R 6,9); y “Dichoso el siervo que ama tanto a su hermano cuando está enfermo y no puede corresponderle, como cuando está sano, y puede corresponderle” (Adm 24). En una mirada sinóptica a los tres textos emergen valores determinantes para afrontar evangélicamente el drama de la enfermedad y el enfermo: paz, empatía y gratuidad. Francisco invita a vivir la enfermedad -propia o ajena- intentando que eso no llegue a quitarnos la paz, buscando que esa situación de negatividad no se transforme en lo único de la vida; alude a la empatía que debemos ensayar con el que sufre para no juzgarlo “desde fuera” y, por último, reclama la gratuidad de quien ayuda al enfermo más allá de toda posible recompensa o reconocimiento. Sugerentes provocaciones para pensar cómo estamos encarando y respondiendo concretamente, cada uno desde su lugar y posibilidades, ante esta situación de “enfermedad globalizada”.
La última alabanza a Dios es “por nuestra hermana la muerte” (vv.12-13), y trasluce anticipadamente el encuentro celebrativo del santo poeta con su inminente fin. Extremando hasta el límite su concepción de la fraternidad universal, también a esa realidad (pen)última la llama “hermana” y la recibe con palabras de bienvenida (cf. 2 Celano 217). Sostengo que Francisco no la llama así porque provenga también, como las otras creaturas, de las manos de un mismo Padre -la muerte es consecuencia inevitable de nuestra condición creatural-, sino porque se hermana con el hombre en cuanto comparte su condición de no-ser Dios, esto es: no ser lo definitivo ni poder arrogarse la última palabra. Aun así, y dado que todo el himno es un canto a la vida que se derrama -por el Dios de la vida-, resulta paradójico que celebre aquello que significa, precisamente, la rotunda negación del élan vital, la frustración del núcleo dinámico de todo ser que es el deseo y que conlleva, por tanto, uno de los traumas más difícil de resolver para la psiche humana. La vida invita a vivir y Francisco fue un hombre enamorado de la vida y de lo vivo. Surge entonces la pregunta: ¿qué fue lo que le permitió asimilar así dentro del propio existir el carácter siniestro de la muerte? ¿Qué significó para él la vivencia de la muerte y el proceso de morir? Una posible respuesta pasa por considerar que toda la vida del santo fue “una progresiva y, finalmente, cabal integración del conflicto fundamental de la existencia: el conflicto entre el deseo y la realidad, entre el instinto de la vida (Eros) y el instinto de la muerte (Thanatos), entre la carne y el espíritu, entre los impulsos uránicos (hacia arriba) y los impulsos telúricos (hacia abajo)” (L. Boff). Por eso podemos entender su muerte como la celebración de la reconciliación con la finitud -propia y ajena- y del paso a una existencia nueva en “libertad conquistada” (H. Küng).
Así y todo, no deja de causar cierta perplejidad la teatralización que Francisco hace de su propia muerte, más cerca de la serenidad de Sócrates que de la tensa agonía de Jesús. Cuando los médicos le anunciaron la inminencia de su muerte, pidió a los hermanos que lo colocaran desnudo en el piso de tierra, para “luchar desnudo con el desnudo” (2 Celano 214). Además de una identificación última con quien siempre se identificó en vida -Jesús, ahora desnudo en la cruz-, el gesto brota de su íntima arqueología y expresa el deseo profundo de la psiche de comunión con la madre tierra, de quien desnudos venimos y a quien desnudos regresamos (E. Leclerc). Sin duda que la muerte (festejada) de Francisco se “apoya” en la muerte (dramática) de Jesús; pero ninguno de sus biógrafos relata referencia alguna del santo a la fe en la resurrección como para explicar ese complacido dejarse abrazar por la hermana muerte. Lo que podamos decir no pasa, pues, de la simple conjetura. Pero creemos que tres pistas pueden ayudarnos a asomarnos al misterio del por qué el santo protagonizó su muerte de modo tan singular, tan alejado del frío estoicismo como de la resignación sufrida. Por una parte, Francisco vivió incorporando la muerte a la vida; en efecto, desde que nacemos comenzamos a morir… hasta acabar de morir; y el Poverello fue aprendiendo a asumir las diversas muertes a lo largo de su historia, hasta ese último gran acto. En segundo lugar, el santo vivió en cordial contacto con las raíces de la vida, degustando lo bueno y lo bello, pero sabiendo también que todo eso era apenas reflejo y anticipación de lo que se le ofrecería plenamente luego del abrazo de la hermana muerte. Por eso puede darle la bienvenida. Y, por último, considerando que toda su vocación fue un itinerario de pobreza entendida como desapropiación, podemos colegir que llega al final de su vida no queriendo poseer nada… ¡ni siquiera el “derecho” a seguir viviendo! Por eso no se aferra a esta vida y acepta, alegremente, su pascua.
Laudato si’… desde la noche y por la noche
Cerramos nuestra reflexión afirmando lo que planteamos en el título como pregunta retórica. Estamos provocados y convocados a vivir -a protagonizar- esta situación de “enfermedad globalizada” desde una fe que (también) se traduzca en oración. Y en oración no (sólo ni principalmente) de petición (depende qué pidamos) sino de alabanza. Los cristianos asociamos demasiado rápida y unilateralmente la oración con la petición. Y ya hemos señalado, en otro momento, que no tiene sentido acudir a la intercesión de Dios para que resuelva “milagrosamente” esta situación de dolor que nos desborda. Creo oportuno, pues, en estas circunstancias, recuperar la oración de alabanza, aunque, a primera vista, esto pueda parecer contradictorio. Volviendo la mirada al Cántico, constatamos que la alabanza de Francisco surge desde la noche. En efecto, ese canto al Dios (de la vida) y a la vida (derramada de Dios) estalla desde un escenario de enfermedad y frustración, de muerte y negatividad, apenas “amenazado” por la resurrección. Descentrándose en la alabanza -porque la oración de alabanza nos centra en el Otro-, Francisco exorciza la angustia desde la cual surge su poema. Pero, además, bendice a Dios no sólo desde la noche sino también por la noche. Quizá esto resulte lo más escandaloso para una razón demasiado racional. Sin embargo, creo que el Cántico, sobre todo en sus últimos versos, es una invitación a resituarnos frente a nuestras posesiones, proyectos y seguridades, y a incorporar las frustraciones y negatividades propias e inevitables que surgen de las relaciones entre creaturas frágiles y en evolución: en este caso, entre el ser humano y un virus. Francisco de Asís y el franciscanismo, postulando “la reconquista racional de la idea de contingencia humana” (D. Antiseri), anima al hombre actual a reconocer y abrazar con ternura la propia creaturidad. La noche nos permite valorar el gran don de la luz del día; la contingencia asumida nos abre a la posibilidad de reconocer un Creador. Y aceptar la raíz última de todo pecado: ¡no somos Dios!
Francisco de Roma nos recuerda que “Francisco [de Asís] es el ejemplo por excelencia del cuidado de lo que es débil y de una ecología integral, vivida con alegría y autenticidad” (LS 10). Efectivamente, il Poverello supo vivir en auténtica clave ecológica y en alegría, en medio de la oscuridad desde la que brotó el Cántico… oscuridad que también envuelve hoy nuestra Casa común asolada por una profunda crisis ecológica, agravada ahora por este virus. Sin duda, gran parte de la humanidad está viviendo momentos angustiantes desde diversos puntos de vista y estamos siendo desafiados a repensar y reinventar modos de habitar nuestra Hermana-Madre Tierra porque “todo está relacionado” (LS 70.92.120.142) … también el modo de vivir, de enfermar y de morir. Pero, a la vez, “el mundo es algo más que un problema a resolver, es un misterio gozoso que contemplamos con jubilosa alabanza” (LS 12), nos avisa Francisco de Roma. Y por eso, con Francisco de Asís, hacemos nuestra la exhortación final del Cántico: “Alabad y bendecid a mis Señor / y dadle gracias y servidle con gran humildad” (v.14), en medio de esta pandemia. Exhortación que es una invitación del santo dirigida a todas las creaturas… ¡también al “hermano virus”! “Que nuestras luchas y nuestra preocupación por este planeta no nos quiten el gozo de la esperanza” (LS 244). Y de la alabanza. “Aunque es de noche” (S. Juan de la Cruz).
Fr. Michael Moore